Prometeo (2)

El problema central de ese conocimiento que versa sobre cómo ocurren las cosas, consiste en el mundo que lo encierra. Las cosas que pasan forman parte de un coloso devenir, tan extenso en el presente como lo son su pasado y futuro. Todo mínimo conocimiento que se extraiga de ese acontecer, necesita ser elaborado con tiempo y atención; avanza entre generaciones y comunicándose de unos a otros. Y aun así, se trata de un conocimiento tembloroso que vive rodeado de incógnitas, como una burbuja flotando en el océano. Es el conocimiento de las cosas que ocurren, que presupone que todo se mueve pero que no puede demostrar si el ser es inmóvil. Este conocimiento vale para mucho pero no para todo: no sirve para amar. Con las personas también ocurre este devenir objeto de los deseos de conocer. Sucede que dónde estaba Juan, o si está ahora allí, o se encontró con Carlos y a dónde iban. Y aunque en el devenir de las personas, el mundo que lo encierra parece más bien que deviene en el mundo subjetivo nuestro, más pequeño y contable, es un devenir igual de colosal; porque lo infinitesimal del tiempo que todos vivimos, magnificaría el día de cada uno, y nadie en un día sería capaz de abarcar nada más que las 24 horas de lo que le ocurriera solo a otro.

Pero si alguien dijera que estuvo allí, justo a las doce de la noche, y que vio pasar por el hueco de los rascacielos el cometa, entonces, conocer la trayectoria de ese cometa, su velocidad y posición, ciertamente podría servir para juzgar sobre si verdaderamente estuvo o no estuvo. Aunque con esto, se trata en realidad de solo conocer lo que ocurre, que exige tiempo y atención. Porque todo este conocimiento tampoco sirve para juzgar a nadie.

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