Well-ordering (XV)

Muy pocas voces defenderían una regla que dijera "hay que hacer el mal". Por el contrario ¿Quién no sostendrá la regla de que mientras se pueda, habrá que hacer el bien? Que conste que no se dice esto con la intención de que sirva como premisa. Simplemente se quería traer al contexto una sensación muy primaria. El hecho es que si nos movemos hacia los condicionantes más íntimos, se encontrará que la razón entre hacer el bien y hacer el mal es inamovible. Como ya se dijo en otro lugar, esta permanencia podría sencillamente ser un reflejo de la facultad de elegir, que denomina bueno a lo escogido y malo a lo descartado. Pero dejémoslo aquí, porque a pesar de lo sencillo, podría extenderse.

Aquí, la cuestión de la que se parte es que la obligación está condicionada (por la justicia). Al comienzo de esta serie de entradas ya se comprobó cómo la obligación estaba condicionada por una articulación de decisiones; pero en el fondo, ahora, lo que se mira es que se encuentra condicionada de raíz. Una vez más querríamos mirar al vacío que nos rodea, porque en nuestro devenir apenas encontramos nunca un punto de apoyo donde ver algún tronco inagotable. Ese vacío es inevitable y tenemos que convivir con él; y ni sabemos lo que significa ni de dónde viene. Pero hay algo que condiciona las obligaciones porque sabemos que las incumplimos. Y si es necesario cumplirlas es porque hay algo que las sujeta; algo que es una condición para ellas: Y no estamos hablando de nuestra libertad. Digamos que la libertad y las obligaciones se relacionan entre sí en dos momentos distintos y, en ambos, en un modo parecido a nubes y estrellas; porque las nubes pueden ir hacia allá o hacia acá, pero siempre habrá alguna estrella que las ilumine por arriba. En un primer momento, cada obligación nace para la persona como una elección; en un segundo momento, cada obligación pervive para la persona como un consentimiento. Pero a lo que las obligaciones apuntan, que es lo que las hace ser algo, no es hacia la libertad sino hacia la justicia. Cuando las obligaciones se separan de la justicia lo único que ocurre es que no se unen a nada. El tiempo no avanza y no hay movimiento. Esto, en la persona, se refleja en que da vueltas sobre sí misma, al compás del universo.

Querríamos, como dije, preguntarnos por qué, no obstante, hay que tomar una dirección puesta de antemano y no hacer según el libre albedrío. Nos preguntaríamos que dónde está escrito que deba ser así o qué ciencia demuestra que sea así. Pero igual que nuestro cuerpo gira irremediablemente entorno al Sol, nuestra vida gira entorno a algún deseo. Supongo que nadie considera que el deseo que tiene no vaya a responder a ningún porqué; y aunque alguien lo considerase no se detendría nunca en la búsqueda al negar que no lo tuviese. Al final, la cuestión que resulta es conocer la relación que hay entre esos deseos y el sentido inherente de los mismos. Ahora bien, a estas alturas pensaríamos que ha debido de haber ya alguna trampa entre lo escrito, porque ¿Cómo se ha encontrado una razón que nos obliga? Retrocedamos por este laberinto entonces. Y ciertamente se ha dado un salto justo al introducir el concepto de justicia para compararlo con el de obligación; y seguidamente se ha asumido que estamos obligados a ser justos. Eso es todo. Si ahora de nuevo se hubiese de examinar lo que significa afirmar que debemos ser justos, porque se supone que decir eso podría no significar nada (lo justo y lo injusto, por ejemplo, son infinitos), diríamos que su significado descansa en el mismo lugar donde descansa el significado de lo que somos nosotros mismos. Pues bien, prácticamente, el desconocimiento de un antecedente no supone el caos del saber; de hecho en el funcionamiento de las cosas artificiales todo está controlado, precisamente porque esas cosas se han construido sobre un conocimiento concreto y para responder a ese conocimiento concreto. Por ejemplo, no hay misterio al decir simplemente que esto es una silla, porque su nombre representa adecuadamente la idea de un conjunto de funcionalidades que no se escapa a nuestra propia experiencia. Pero no es lo mismo cuando se trata de hablar sobre lo que debe hacer uno, especialmente en orden a ser uno mismo, porque lo que uno es trasciende nuestra propia experiencia. En este caso desconocemos ciertos antecedentes. Aunque habremos de decir que aunque no conociésemos nuestra causa sí conoceríamos aquello de lo que nosotros somos causa. Esto presupone aceptar que nosotros somos o existimos y que somos fuente de causa. El problema sería que dudar para negar nuestra existencia es no reconocer nada; y dudar de nuestra acción también es, en el fondo, no reconocer nada. Pero reconocerlo sin poder comprenderlo no significa que el antecedente no sirva para nada: su condición es inevitable. Reconocer la existencia de un antecedente implica reconocer la pluralidad, el movimiento, el sujeto, etc. De hecho, implica entrar en una realidad concreta. Esta es la idea. En esta realidad la razón de la obligación es la justicia. Y lo decimos porque aunque el ser humano pueda destruir lo que hay de valor a su alrededor (y por solo poder hacerlo es necesario entender que forma parte de la realidad), es necesario decir que si todo le estuviese permitido, o al menos solo no pudiese hacer lo que le convenga, tendríamos que reconocer que la libertad no existe. Debemos entender, pues, que la libertad existe porque hay obligación ¿Qué tipo de libertad es esa que habita en un mundo donde no hay límites a la acción excepto el de la propia libertad? Si no existiese obligación de hacer nada (nos referimos a cuando se pueda elegir) la libertad no tendría una razón: no sería libertad sino caos. Más allá, si no existiese ninguna relación entre libertad y razón, nuestra libertad sería la misma que la que ha originado el universo y ello contradeciría la realidad reconocida de que tenemos un antecedente. Y la afirmación contraria viene a ser que hay cosas que aunque somos libres para hacerlas no debemos hacerlas: a hacerlo lo llamamos injusticia; pero la injusticia también es errar por la vida, lanzarse al vacío o destruirse.

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