Miserable

El razonamiento, en muchas ocasiones, porque no sé si siempre, ni sé por qué, ni hasta cuándo, es una máquina de colocarse por delante de todo. Esta actividad, tan interesada, tan atenta con nosotros mismos, se nos presenta a sí misma con nuestro propio nombre. Ser yo, es, así, a base de pellizcos del razonamiento, el papiro de nuestros cálculos.

Digo esto, porque el razonamiento que parte de nuestra propia piel, no puede escaparse de su mismo principio. Igual que el razonamiento que parte de nuestra propia resurrección, no puede caber en sí mismo. Por eso le cuesta tanto a la mente razonar la gratuidad; y tan poco le cuesta al corazón entender el amor.

En la medida en la que el razonamiento se aventure a negarse, a comprenderse espiritualmente, se encontrará con cálculos aporéticos, enigmáticos, o menguantes. Tendrá una experiencia, consciente, de su miseria. Tendrá el ejemplo de un cálculo ciertamente inútil para él, aunque vivo y reflectante. En esta medida, es como un eco del corazón. No digo que el corazón se niegue; digo que el corazón cuando grita que es amor, que es ser otro, que es darse, entregar toda su riqueza regalada, deshacerse en brazos ajenos, entonces el razonamiento no oye sino una extraña repetición de números, por los que a veces caerá para perderse.

Por eso yo no sé amar. Amar es una locura si se piensa. Por eso yo no quiero calcular. Porque si calculo no puedo salir de mí mismo, y entonces encierro a mi corazón. Yo soy así de miserable.

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