Sobre la muerte en vida

Aquí no queda duda. Nada muere a sí mismo. Porque a través de la riqueza transitamos a la avaricia, a través de la pobreza, a la humildad, a través del amor a la generosidad, de la paz a la felicidad, del egoísmo y la injusticia a la muerte. Pero no sabemos cuál es la transición que se presenta con la muerte, aunque sí debemos entender que no es más que una puerta que tarde o temprano se nos abre a todos. Y la muerte, dicha como algo que nos mata, no es sino lo que aviva la lucha del superego contra todo lo demás. Es una dinámica natural de retroalimentación. El ego, cuanto más se lanza a la conquista de su orgullo, más alimento sirve a la muerte de la libertad humana, y en consecuencia, más y más pequeño hace al hombre: tanto que el nombre de la muerte se hace magnífico. Esta es una muerte en vida y se mata dejando de mirarse el ombligo. Por eso todos estamos ya un poco muertos, al nadie estar libre de su egoísmo. Pero Dios no ha hecho la muerte (cf. Sb. 1,13). Aquel tránsito, de cuya experiencia la ciencia enmudece, no puede sino convertir cada antes en la nada, tanto como abre su mismo después.

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